lunes, 28 de diciembre de 2009

El secreto de sus ojos

En la clase de Ética Profesional, Francisco Ursúa, entre otros cientos de temas, nos hablaba de cine. Con su voz lejana, distante en el tiempo y en el espacio, una voz que sabía más a sus recuerdos mexicanos que a sus hechos quiteños, nos apremiaba, o eso me pareció siempre, a reconocer las cosas buenas que deambulan por ahí sin ser encontradas. “Los clásicos son clásicos precisamente porque no les falta eso: clase

En rigor, que una obra cinematográfica tenga clase implica una suerte de milagro en el que es posible un guión serio (entiéndase por serio, sólido, coherente, creíble, trascendente, sorpresivo, universal aunque nazca de particulares vivencias, raramente simple, desprovisto de sobras y agujeros); una puesta en escena magistral en la que ritmo e interpretación confabulan misteriosamente, en la que cada elemento sonoro o visual, cada línea y cada expresión son congruentes con el todo; una estética que bajo ningún punto de vista se superpone a la belleza misma de la historia pero que tampoco se esconde ni desafina; y por último, la extraña, la casi inexistente capacidad de conmover sin artificios, de generar ideas, miedos, sensaciones, sin excesos.

A cada paso el cine (el arte en general) se va llenando de estos excesos. Supongo que cada vez es más difícil sorprender y por tanto gustar y por tanto vender. Y las historias que nos cuentan se van volviendo más enredadas y excéntricas, llenas de sobras y agujeros, con ritmos de vértigo e interpretaciones falsas. Lo llaman vanguardia. Y los clásicos se van convirtiendo en especies casi extintas. Pero a veces el milagro es posible.

El secreto de sus ojos es una película hermosa. Un clásico que se abre camino.

El vil asesinato de una bella mujer abre el drama y nos entrega sus personajes: Benjamín Esposito, un agente fiscal solitario y envuelto en el fracaso (Ricardo Darín), su perspicaz asistente alcohólico (Guillermo Francella) que bien podría entenderse como su Watson personal y la nueva jefa de ellos, la guapa Irene Menéndez (Soledad Villamil), quienes se vuelcan en la búsqueda del asesino impulsados por el devastado amor que descubren en el joven esposo de la víctima (Pablo Rago). El amor es uno de los dos motores que mueven al mundo. El amor en estado puro.

Y sí, la historia es simple pero no es obvia, y esa no obviedad atrapa. La historia no tiene excesos pero sorprende. La temática no es excéntrica pero conmueve. Y sí, cada parte, cada detalle de la película, cada sonido y cada encuadre trabajan en función del todo, como una buena obra arquitectónica en la que las formas, los colores, las texturas, los llenos y los vacíos, las luces y las sombras responden a una visión determinada y única.

El milagrero de esta cinta no es otro que Juan José Campanella quien ya dio muestras de su gran talento en El mismo amor, la misma lluvia (1999), El hijo de la novia (2001) y Luna de Avellaneda (2004), películas correctas que tenían que ser superadas, y lo fueron. Con El hijo de la novia, Campanella consiguió dos cosas, prestigio internacional suficiente como para dirigir capítulos de varias series gringas importantes y una nominación al Oscar por Mejor película extranjera que finalmente se llevó la bosnia En tierra de nadie, pero todo aquello tendría que ser superado. Ya veremos si sucede.

Siempre he pensado que las buenas películas te dejan una pequeña sensación de ansiedad. Necesitas volver a verlas para descubrir todos esos pequeños detalles que no consideraste la primera vez, ya sea porque eran tan sutiles que se perdieron en los decorados o en las líneas de los actores, o porque aún no lograbas entenderlos por no conocer el destino o el carácter de los personajes y el desenlace de la trama. Me ha pasado mucha veces y me volvió a pasar con El secreto de sus ojos. Así que, sin más, me voy a verla de nuevo. Ustedes pueden quedarse el tiempo que quieran.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Días de radio

No logro recordar cual fue la primera película de Woody Allen que vi en mi vida, pero recuerdo nítidamente la primera vez que las imágenes dulzonas y la música increíble de Radio Days (1987) estallaron en mi tele. Fue un viernes por la noche a finales del noventa y nueve.

Por aquella época yo vivía en Azogues y era como vivir exiliado y solo: Stranger in a strange land, aunque la ciudad no me era nueva, yo era otro. En el cable un canal colombiano transmitía cada semana un programa llamado Cine Arte. Yo, religiosamente, me acomodaba en el sillón rojo sangre para verlo mientras me colocaba los audífonos para no perturbar el sueño mi madre. Por esa pantalla pasó, entre muchos, el clarinetista de jazz.

Inmediatamente la película expone su tono: la nostalgia contada con humor.

Una voz en off (la de Allen) describe sus años de niñez. New York City, principios de los 40´s. Son los años dorados de la radio norteamericana y supongo que de la del mundo entero. La televisión aún es un invento en desarrollo, un sombrero de mago sin conejo. Los grandes personajes, como el inolvidable Vengador Enmascarado o la ingenua Sally White, son seres sin rostro, son solo voces, voces que sacuden el imaginario de la gente.

La radio es un show universal y diverso. Sus ondas electromagnéticas traen anécdotas deportivas, revistas del corazón y cuentos marcianos. Nunca falta el flash informativo de última hora que anuncia ataques a Pearl Harbor y la inminente incursión en la segunda guerra mundial. El mundo empieza a ser otro y dentro de este contexto habita el pequeño Joe (versión infantil del narrador) y su familia, cuyos integrantes viven vidas triviales en las que los problemas y anhelos se repiten una y otra vez en círculos viciosos, cuya monotonía apenas se evapora con las notas que escupe la radio.

Ayer volví a ver esta película hermosa y su nostalgia me llevó a mis propios días de radio. Lejanos en tiempo y en distancia. También era niño, y aunque en mi cuarto y en mis rutinas ya reinaba la tele hitachi en blanco y negro, el resto de la casa era dominio de mi madre y su radio, sus boleros, sus tangos, sus josejosés y sus perales. Luego aprendí, como mucha gente en mi generación, a crecer con el walkman colgado en los oídos, con Mtv adormeciendo la espera, con el reproductor MP3 y el iTunes atorados con treinta mil canciones. La música de mi madre fue reemplazada por Soda y Los Prisioneros, por Guns y Nirvana, y al final mis días de radio se convirtieron en eso: un amor pasajero del cual el único vestigio que queda se aloja en mi memoria.

- Now it´s all gone. Except for the memories.