miércoles, 28 de abril de 2010

The Road - Una mirada hacia dentro

Viernes por la noche. 21:00. Cinco días de trabajo asfixiante y rutinario me han quitado las ganas de salir. El cansancio se siente sobre todo en mi hombro derecho, en mis ojos. Solo quiero dormir. Dormir lo suficiente como para que el sábado llegue desprovisto de horarios y de trampas. Pero tengo tantas cosas que hacer. Cosas que siempre quiero hacer, aunque a veces no encuentro tiempo para hacerlas. Leo un rato: Juan García Madero se obsesiona con María Font en Los detectives salvajes. Al filo de la medianoche mi batería interna empieza a quedarse sin amperios. Dejo a un lado el libro y sin mucha convicción le doy play al reproductor de dvds.

The Road” empieza con la imagen de una mujer hermosa que pasea por un jardín lleno de colores amplificados por la claridad de una mañana nítida. Pero no tengo oportunidad de acomodarme y disfrutar de ese paisaje, de ese mínimo paraíso, porque antes incluso de terminar de apoyar la espalda en el cojín azul oscuro, el recuerdo de aquella mañana se evapora y el personaje (un hombre anónimo) vuelve a su realidad: planeta tierra, algún lugar del este de Norteamérica, año incierto (2012, 2020, quién sabe!), él y su pequeño hijo van gastando kilómetros de una carretera en busca del mar, a su alrededor la civilización, lo que entendemos por civilización, ha desaparecido para siempre tras el inminente holocausto nuclear.

Por contraste, el nuevo escenario me sacude. Los amarillos y naranjas y rojos del jardín inicial han sido reemplazados por grises, por ocres. Las hojas de malva, de un verde intenso, han devenido en bosques y sembríos quemados y muertos. Creo que el hombre también es otro: no sólo ha envejecido tristemente, también su interior es distinto, está roto, desdibujado, ha perdido a su mujer y sus prioridades, sus rutinas, se han transformado.

Sin disimulo, el sueño y el cansancio que habían invadido mis ojos y mi hombro derecho empiezan a convertirse en opresión, en una versión inédita del miedo. Yo mismo había imaginado un destino parecido para alguno de mis personajes, pero en la pantalla, los detalles que escapan a la imaginación van cerrando un círculo nefasto aunque posible.

Padre e hijo avanzan. Duermen en autos abandonados. Se esconden. Huyen. Sus fuerzas las invierten en conseguir alimento y en evitar convertirse en el alimento de otros, sin heroísmos, sin quebrantos. Huyen, sobre todo el hombre, de sus nostalgias.

Mientras caminan, mientras yo los veo caminar en busca de un mar que no es sino la forma azulada de una esperanza que apenas existe, hombre e hijo van profundizando sus paranoias y su desesperación, pero también sus lazos, su mutua dependencia: a través del padre, el hijo se forma, se adapta; a través de su hijo, el hombre se ancla a su consciencia, a los restos su humanidad.

Es inevitable. Muchas horas de insomnio me esperan. Quizás las suficientes para meditar en todas las cosas que esta historia me cuenta y en todas las cosas que además calla. Empiezo a suponer que valió la pena darle play al reproductor de dvds.

En el papel del hombre: Viggo Mortensen, impecable como siempre, o como casi siempre. En el papel de la esposa: simplemente Charlize Theron. El niño es representado por Kodi Smit-McPhee, un chico que, sin ser un prodigio, hace una labor muy buena, sobre todo al momento de dar pie a la actuación de Mortensen. El guión está escrito por Joe Penhall en base al libro también llamado “The Road” de Cormac McCarthy (No country for old men). La dirección de la película corre a cargo de John Hillcoat quien logra, a mi parecer, una obra sólida, emotiva y con mucho carácter. La fotografía esta dirigida por Javier Aguirresarobe (The others, Mar adentro) cuyo trabajo, junto al de Viggo Mortensen, son para mí los grandes pilares que sustentan y acreditan este film.